La autora de esta nota viajó convocada por el Festival Shakespeare para entrevistar al gran crítico literario, un profesor erudito de 87 años que sigue divulgando conocimiento. Infobae te brinda detalles de ese encuentro con la lucidez de una persona brillante, narrados en primera persona.

Por Flavia Pittella

 

En uno de los pasajes más hermosos de toda su obra, Shakespeare plantea la vida como un escenario donde los humanos vamos recorriendo 7 roles. En la comedia Como les guste hace un recorrido por los roles: nacemos, crecemos, nos enamoramos, nos volvemos guerreros, juiciosos y luego caemos en el olvido de la vejez, que es una segunda infancia, decrépita. Cada vez que leo ese pasaje me pregunto acerca de la vejez y la decrepitud. Envejecer. El cuerpo envejece, la mente envejece, olvidamos lo que aprendimos, volvemos a ser recién nacidos…

Es una tarde lluviosa en New Haven, Connecticut, la ciudad en donde se encuentra la universidad de Yale. New Haven, al menos en algunas calles, recuerda los corredores de la ciudad de Cambridge. Un edificio redondo trae a la memoria la Biblioteca antiquísima de la ciudad de Oxford. En esta ciudad se respiran libros, sabiduría, erudición, exigencia y mucha juventud. Dan ganas de tener 20 años otra vez, como cada vez que uno entra en estos espacios donde nos paramos sobre años de conocimiento y, a la vez, todo está por hacerse. Harold Bloom, por ejemplo, enseña en esta universidad hace 63 años. Tiene 87 y hoy en día da sus clases por Skype. Dice que le costó un poco pero que ya le encontró la vuelta.

Llegamos a su casa a media tarde. Es una casa típica como las que vemos en las películas norteamericanas. De madera, con altillo. Tocamos a la puerta y nos recibe Alice, su jovencísima y deliciosa asistente. Hoy Bloom ya no escribe, le dicta a Alice. Harold está sentado en la punta de una mesa en la que hay libros, una computadora, jarrones con flores, pastillas –muchas- un jarrito de esos que usan los bebés para beber agua. Es el jarro de agua de Bloom, sabremos muy pronto. Nos presentamos, tímidos. No queremos invadirlo. Patricio Orozco lo conoció hace unos meses y tuvo la generosidad de invitarme para hacerle una entrevista. Patricio vino en diciembre a presentarle el premio de la Fundación Romeo a la difusión de la obra de Shakespeare. Para el hacedor del Festival Shakespeare Buenos Aires este encuentro es una gloria. Y no es para menos. Bloom huele a Shakespeare. Y todos los que lo hemos leído hemos entendido al Bardo como nunca antes.

Me pide que me siente a su lado y me toma de la mano. Vamos a estar así los tres días. De la mano. Tengo mil preguntas y no lo quiero incomodar con mi ansiedad. El cuerpo de Harold está actuando su séptimo rol y no puede sino hacerle caso. Su mente, en cambio, se quedó en al rol del enamorado, el enamorado de la vida, de su mujer, de la literatura. Entonces cuando su mente habla, su cuerpo se enciende, espasmódico, como puede y, luego de pausas interminables en las que mantiene sus ojos cerrados y tira la cabeza para atrás, me dice cosas como “toda mi idea de los precursores está basada en el ejemplar ensayo de Borges sobre Kafka. Las dos o tres veces que nos juntamos en New York hablamos largo y tendido sobre el tema”.

Tengo mi mano quemada y lo angustia. Me pregunta todos los detalles del accidente, cómo me estoy cuidando, pregunta si me duele. Al día siguiente me recibe y lo primero que me dice es “¿Un poco mejor tu mano? Ayer nos quedamos a medias en la charla sobre Ursula K. Le Guin” Entiende todo. Recuerda todo. El primer día, cuando nombró con admiración a Ursula K. Le Guin y su La mano izquierda de la oscuridad, terminé de entender El Canon Occidental.

El segundo día es más complicado. Le pedimos mucho al cuerpo de Bloom. Una entrevista vía streaming para el CCK conducida desde el lugar por Karina Galperin que le hace preguntas que lo apasionan y en las que pone toda la energía que tiene. Llega el momento de las cámaras. Le hemos invadido su rincón con cables, luces, micrófonos. Se siente intimidado. Comenzamos la entrevista. Me contesta con monosílabos, me pide que pase a la siguiente pregunta. Me angustio. Estoy gastando todos mis cartuchos. Preguntas que pensé durante meses se agotan en segundos. El séptimo rol le gana al joven enamorado y me pide suspender la entrevista. No está su mujer Jeanne. Ella podría ayudar. Lo dejamos descansar. Volvemos al rato. Le pedimos 20 minutos. Lo estamos exprimiendo. Nos dice que no. Le decimos (¿casi amenazantes?) que volveremos al otro día. No quiere. Tiene alumnos el domingo. Vemos su agenda. Es absolutamente cierto. Nos concede unos minutos más. Su mente nos concede unos minutos más. Su cuerpo le grita. Cortamos. Llega Jeanne. Lo convence. Me vuelvo a Nueva York llorando, agotada. Sin preguntas para el otro día. La entrevista más esperada de mi vida es un fracaso.

Tercer día. El sol primaveral en Yale contrasta con los dos días anteriores, lluviosos y fríos. Es un buen augurio, aunque, tan shakespereanos como vivimos nuestra existencia “desafiamos el augurio” y no tenemos esperanzas en el sol. Llegamos y nos recibe Jeanne que esta vez lo va a acompañar en la entrevista. Disponemos todo en el menor tiempo posible y de la manera más sigilosa posible. Todo desorden de su entorno lo desconcierta. Está viejo. Sus hábitos y su alrededor llevan demasiado tiempo con él. Lo limitan a la vez que claramente le dan seguridad. Está de muy buen humor. Cuando le pregunto cómo se siente me repite, como cada día, “no me siento muy bien, estoy muy viejo, pero enseguida me voy a reponer”.

Comenzamos la entrevista. Decido volver sobre cada una de las respuestas del día anterior. La repregunta, sin orden, sin anotaciones. Pura adrenalina. Sé que dejó mucho por decir. Y, de la mano, charlamos sobe Borges, Shakespeare, la locura, el destino, las mujeres en Shakespeare: “las casan con tipos menos inteligentes que ellas, para callarlas, para someterlas”.

Harold Bloom es un dinosaurio, está extinguido como dice él mismo. Una palabra para la tragedia, le pregunto. “Muerte” me contesta. El rol del niño que va a la escuela, el del joven enamorado y el rol del guerrero, el juicioso adulto se enroscan en su pecho queriendo salir y, cada vez que lo logran, Bloom recita con un gesto histriónico, impostando su voz, largos párrafos de Shakespeare que le permiten ejemplificar sus respuestas. Me caen lágrimas todo el tiempo que dura la entrevista. No sé de dónde vienen. O sí. La camarógrafa que me filma llora conmigo.

El aire está impregnado de algo impalpable y tan claramente visible: estamos frente a la presencia del goce estético, de la declaración de principios, de la heroicidad de decidir un camino de pensamiento y sostenerlo más de 50 años con argumentos que muchas veces pueden ser antipáticos pero que cuesta rebatir. Harold Bloom es un dinosaurio. Y como tal, seguiremos leyéndolo, investigándolo, descubriéndolo por muchos años. No hay rol que defina por sí solo la vida de una persona. Bloom lo deja bien claro en su libro Shakespeare y la invención de lo humano. Shakespeare conocía nuestra naturaleza compleja y nos definió como nadie, pensó en el escenario, en el teatro como metáfora de los roles de la vida. Y ahí se quedaron todos ellos, atrapaditos en el pecho de Bloom, peleando para salir, con dificultad pero con destreza y sabiduría, y poder hablar con nosotros en New Haven.